El Maestro

Quizá fuese cierto.

Esa idea resonaba en su cabeza. Se resistía a dejarla pasar, pero estaba allí. No quería ni pensar…

Olvidaba cosas, pequeños detalles.

Pero no. Lo verdaderamente importante seguía ahí, bien ordenado en su “azotea”.

Probablemente era el momento de dejarlo. Estaba cansado, por qué no admitirlo, pero el gusanillo seguía ahí, revoloteando en su estómago.

Hay que ser valiente para cerrar la puerta de algo que significa tu vida, años y años de dedicación física, psíquica y sobre todo humana.

Pero ahora no podía sentirse más cobarde.

Empujó la vieja puerta de madera, que volvió a saludarle, una vez más, con ese crujido antaño molesto y ahora amigable.

La estancia estaba fría y, como casi cada mañana, un tímido rayo de sol iluminaba su mesa.

Se acercó a la vieja chimenea, cenicienta y cálida. Retiró las brasas más débiles y con ayuda del fuelle avivó las más candentes.
De un pequeño montón de leña, ordenado meticulosamente, sus temblorosas manos recogieron cuatro troncos de “los secos, para encender” como él decía.
Un centelleante resplandor iluminó la habitación.

Se recostó sobre la chimenea. El calorcillo que desprendía reconfortaba aquel maldito dolor de riñones.

Su mirada se detuvo sobre la vieja hilera de pupitres. Por un instante creyó percibir aquel olor intenso. Era una mezcla de humedad, tinta y montaña.
Fue la primera impresión que recibió de aquella escuela y, tras cuarenta años, volvió a su mente y a su olfato.

Después se detuvo en la pizarra. Su fiel compañera, día tras día. Su ayudante.
Ni la televisión, ni el vídeo, ni la pamplina esa de “internés” sabrían transmitir tan claramente sus ideas. Sólo ella.

Dio unos pasos hacia delante. Suavemente deslizó la yema de sus dedos sobre el lomo de los libros que componían la biblioteca. Al llegar al segundo estante se detuvo lentamente sobre uno de ellos. Lo separó del resto, con suavidad. Acarició las tapas, como si de la más bella mujer se tratara. Su cara expresaba satisfacción y ternura, entremezcladas con una profunda melancolía.
“Aquí estás. Cuánto tiempo a mi lado, sobrio sin inmutarte. Tan diferentes…
Tú tan firme, tan erguido, tan sereno, tan acabado. Yo aquí, tembloroso, dubitativo e imperfecto. Sin embargo yo soy tú y tú eres yo.”

Las palabras DIARIO DE CLASES se podían leer en el frente.
Apoyó su vieja pluma sobre el pequeño espacio en blanco que quedaba en la última hoja.

Y escribió:

“Puede que haya quien piense que todo este esfuerzo no mereció la pena. No sé si hubo más aciertos o errores. Lo importante es que disfruté de aquellos y aprendí de estos. Estoy orgulloso de ser quien soy.” FIN.

Volvió sobre sus propios pasos. Guardó su pluma en el bolsillo, cargó su vieja pipa y se recostó sobre su silla.

Contempló una vez más aquella estancia y, tras expulsar una profunda bocanada de humo, comenzó a leer, por vez primera, su diario.

Rafa Pérez Herrero

Escuela antigua2