LOS PARAÍSOS PERDIDOS

Dicen que aquel sabio fue tal cuando encontró los paraísos perdidos.

Cuando anunció que iba a dar una conferencia, el mundo científico se apresuró a agolparse en la puerta de su casa. Así, un gran gentío se reunió a su alrededor, esperando que revelará aquel preciado secreto, la ubicación exacta de los paraísos perdidos.

Se abrió poco a poco, de manera casi titubeante, la pequeña puerta de madera.
Un pequeño hombrecillo, de edad indescifrable, asomo su cuerpecillo.

Se hizo un gran silencio entre la multitud allí congregada.

– ¿Dónde se encuentran los paraísos perdidos? – Se apresuró a gritar uno de los periodistas de las últimas filas.

Aquel hombrecillo levantó la vista del suelo y con voz pausada contestó:

– Lejos de aquí y aquí mismo.

El periodista parecía no comprender.

El hombrecillo sonrió. Acercó una pequeña silla de madera y paja y la señaló con el dedo.

– Está aquí.

Otro periodista intervino entonces.

– ¿Los paraísos perdidos están en una silla de madera?

El hombrecillo sonrió de nuevo. Sus piernas temblorosas se acercaron poco a poco al destartalado asiento de paja y ,con gran esfuerzo, se sentó sobre ella.

– Este es mi paraíso perdido, el paraíso perdido que Dani me encontró. Él fabricó con sus manos esta silla, y aquí, cada tarde, me siento a contemplar los paraísos perdidos que tengo frente a mí.

Nadie movía un músculo. Todo el mundo prestaba la máxima atención.

Prosiguió con su relato.

– Veo el paraíso perdido de Ana, que cada día recorre 80 kilómetros para acostar a su madre Sara, mi vecina de muro, enferma desde hace 10 años. Ella comprendió que su paraíso perdido era el tiempo. El tiempo de ella para los demás. El tiempo de hacer lo mismo cada tarde, y siempre, con una sonrisa en los labios.

Veo el paraíso perdido de Jane, que siempre tiene 5 minutos para escuchar mis batallas, aunque signifique perder el autobús.

Veo también el paraíso perdido de Miguel, que a sus nueve meses de edad me dedica unas sonrisas que encierran millones de historias.

Veo el paraíso perdido de Sonia, que lleva años en paro y nunca deja de buscar.

Veo el paraíso perdido de Tadeo, que en su tienda de comestibles fía a los que nadie fiaría jamás.

Encontré los paraísos perdidos al conocer el nombre de cada uno de mis vecinos, al conocer cada una de sus historias, de sus miedos, de sus fracasos y victorias, de sus desvelos, de sus penas compartidas, de sus alegrías que son mías.

Encontré los paraísos perdidos cuando descubrí que el tiempo no lo marcan los relojes.

Encontré los paraísos perdidos cuando comprendí que el dinero, la plata o los mil nombres que quieran darle, no puede comprar nada de lo verdaderamente importante.

Encontré los paraísos perdidos cuando comprendí que no era un lugar. Que son las gentes de cada uno de nuestros lugares – hogares los que transforman el paisaje que nos rodea hasta convertirlo en nuestros paraísos perdidos.

Encontré los paraísos perdidos cuando entendí que sólo se vive una vez.

Encontré los paraísos perdidos cuando elegí que cada día sería diferente.

En definitiva, encontré los paraísos perdidos cuando dejé de buscarlos. Cuando dejé de mirar más allá para mirar aquí, tan cerca.

Encontré los paraísos perdidos cuando dejé de mirarme el ombligo.

Cuando comprendí que uno más uno es un ciento.

Encuentren ahora sus paraísos perdidos cuando lleguen a sus casas. Con sus mujeres e hijos. Con sus vecinos y amigos.

Y lo más importante. Encuentren sus paraísos perdidos dentro de si mismos, en cada rincón más recóndito. En cada una de sus experiencias e historias.
En su vida. Una vida llena de paraísos perdidos…